¿Existe el museo contemporáneo?

El espacio como espectáculo

Puede parecer una pregunta retórica.

El hecho es que continuamente se inauguran nuevos edificios que, se dice, son museos.

Sin embargo, cada vez resulta más difícil señalar las características concretas de esas arquitecturas que nos permitan su identificación como museos. Podemos afirmar que casi todas comparten su capacidad por llamar la atención en la ciudad en la que se ubican.

Casi como si cada una de esas piezas pretendiese competir en «rareza formal» con las demás. Como si se tratase de llamar la atención de los posibles visitantes. Como si fueran la materialización de lo que Venturi ya predicó de los «edificios-anuncio».

Como si hubiesen perdido la noción de su esencia y tuviesen que suplirla con algún efecto llamativo. Como niños que buscasen llamar la atención con gritos antes de saber lo que quieren decir, pedir, necesitar o simplemente decir su nombre y apellidos, sin saber quiénes son y qué quieren ser en el futuro.

Los museos tienen una larga historia a través de la que se definió su función, se fijó su forma,  y su estructura, consolidándose su imagen en la memoria colectiva. Se trataba de edificios monumentales, formalmente muy dignos, que, sin decirlo, pregonaban su contenido, su naturaleza y su carácter. Preservaban la memoria más valiosa de la comunidad. Eran la caja fuerte de su tesoro cultural. En ellos se guardaba lo mejor de su Arte. Las piezas que albergaban habían pasado el filtro de la crítica, pertenecían ya a la Historia. Merecían el respeto indiscutido de la visita. A ellos se acudía para satisfacer la sed de conocer, de emocionarse. Eran un aula abierta en galería para la educación de la sensibilidad.

El arte moderno, el que superó temporalmente el siglo XIX y rompió los esquemas teóricos del Arte que se alojaba en los museos, cuya tipología había quedado tan claramente establecida en la Historia de la Arquitectura, la que, entre otros, codificó Pevsner, no accedía, de momento, a los grandes museos. Buscó su acomodo en los grandes Salones, que desde entonces cumplieron la misión de ser una especie de museos alternativos.

El incremento de valor que adquirió el arte moderno fue la puerta por la que entró en el coleccionismo también el arte contemporáneo y con las grandes colecciones de los magnates, la necesidad de mostrar el poder recién adquirido en lugares adecuados.

La posibilidad de construir edificios permanentes y sobre todo adecuados a sus fondos y a lo que éstos proponían como arte nuevo, de futuro, y alejado por ello de los viejos y anticuados contenedores museísticos, provocó una forma nueva de contemplar el arte, participativa, desinhibida, irrespetuosa, distinta.

Ya sólo era necesario para el arquitecto contemporáneo romper con la vieja tradición de los museos antiguos. Era necesario construir museos modernos, como productos derivados del arte contenido en ellos y, como tales, objetos modernos.

El obstáculo tipológico, ya consolidado, era un impedimento que debía ser modificado, sustituido de algún modo, aun no precisado. Esa fue ocasión para que el arte contemporáneo, posmoderno, impulsase una arquitectura equivalente, provocativa, rompedora en apariencia, con frecuencia carente de valores estables, significativamente provisional, formalmente indefinida a pesar de sus formas forzadas, prepotentes, sin carácter por carecer de características estables. Unas arquitecturas proyectadas como modelos singulares que, vocacionalmente, rechazan la noción de tipo, que no obstante subsiste precariamente apoyada en logotipos, que proclaman la pertenencia a cadenas de franquicias, que intercambian productos de consumo masivo, devorado desde la información, oscuramente dirigida desde redes sociales.

Y, en esta situación en que conviven los museos tradicionales con los modernos-funcionales y los contemporáneos posmodernos, vivimos el desconcierto del usuario.

El visitante del museo contemporáneo se acerca sorprendido, y también hechizado, al contenido de algo que dice ser arte contemporáneo. Como espectador activo de una relación con lo expuesto prevista en las reglas del juego al que está sometido, adiestrado previamente en recorridos  virtuales de lo expuesto, podría recrear previamente la sorpresa, sustituir la emoción por la complicidad con lo ya conocido.

Los museos contemporáneos terminaron lo iniciado en los Salones y como ellos, están al servicio de grandes exposiciones itinerantes que celebran un acontecimiento. Están mas próximos a los centros de arte, son más ludoteca que lugares de reflexión sobre nuestra naturaleza.

Provocarán sin duda centros de interpretación para, previamente, entenderles de la forma conveniente.

Puede que su agotamiento esté muy cerca. La saturación de mensajes producidos por un sistema voraz de mercado insaciable, más allá del valor del contenido, al fin y al cabo sustituible, afectará quizás al continente sometido a la contradicción inicial de ser inmueble.

Tanto como su contenido, sin valor con frecuencia, el continente pasa a tener autonomía y ser en sí mismo el objeto visitable en su propio vacío. Es con frecuencia ese vacío lo que cuenta. El contenido puede ser un obstáculo para disfrutar del espectáculo contenido en el continente. Porque es el espacio contenido el verdadero protagonista del museo contemporáneo, devorador de sus hijos putativos.

El museo contemporáneo existe sobre todo porque puede ser vivido. Mejor, casi siempre, vacío.

IMAGEN PRINCIPAL: El museo como contenedor del espacio vacío y espectáculo de experiencia sensorial. MAXXI Museo Nacional de las artes del siglo XXI, Roma, 2009, Zaha Hadid Architects. Foto © Ángela Baldellou

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EL MUSEO COMO EL CONTENEDOR DE LOS “TESOROS” DE LA COMUNIDAD. MUSEO DEL ARA PACIS, ROME, 2006, MEIER PARTNERS. FOTO © ÁNGELA BALDELLOU
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LOS MUSEOS CONTEMPORÁNEOS SON CON FRECUENCIA ESCENARIOS DE GRANDES EXPOSICIONES ITINERANTES. MUSEO DEL ARA PACIS, ROMA, 2006, MEIER PARTNERS. FOTO © ÁNGELA BALDELLOU