Cuando un niño redescubre la ciudad, la ciudad nos redescubre a nosotros

Cómo Aldo van Eyck cambió la experiencia urbana para siempre

En 1946, Aldo van Eyck comenzó a trabajar en la oficina de obras públicas del ayuntamiento de Ámsterdam. Tenía 28 años y era su primer empleo serio como arquitecto tras regresar a Holanda, pues había pasado los últimos ocho años, incluida toda la Segunda Guerra Mundial, en Zúrich, donde acababa de terminar sus estudios universitarios. La ciudad -en realidad, todo el país- había cambiado en esos años como solo la cambia una guerra, y eso que Ámsterdam no había sufrido el devastador bombardeo que cayó sobre Róterdam y que la había reducido prácticamente a escombros. Sin embargo, la capital también se encontraba en un febril proceso de reconstrucción alimentado por el recién estrenado estado de paz. Los planes urbanísticos se desarrollaban con soltura y proponían una nueva ciudad a través de nuevos barrios periféricos, nuevas calles, y nuevos edificios en altura con nuevos espacios intersticiales.

Todo iba a ser nuevo porque todo era nuevo. También van Eyck; no solo por su recién estrenado cargo sino, y sobretodo, porque un año antes había nacido su primera hija, Tess. Esa experiencia como padre; de mirar al futuro tomando al niño como protagonista cambiaría su vida -y la de toda la arquitectura urbana europea- para siempre.

Bertelmanplein

En 1947, a los pocos meses de empezar a trabajar allí, el departamento de obras públicas encargó a van Eyck el rediseño de una pequeña plazoleta en el nuevo barrio de Ámsterdam-Sur. El plan urbanístico del barrio ampliaba y desarrollaba el plan general de la ciudad de 1934, que recogía el pensamiento urbano de los Congresos Internacionales de Arquitectura Moderna (CIAM). Sin embargo, van Eyck no estaba totalmente de acuerdo con ese tipo de urbanismo, esencialmente porque condenaba a los espacios entre edificios a ser, efectivamente, un mero resto entre volúmenes construidos. Lugares de paso desprovistos de contenido y significado, espacios difusos e indefinidos, no-lugares de límites difíciles de comprender. El problema es que el autor del plan y firme defensor del urbanismo del movimiento moderno era Cornelis van Eesteren, superior directo de Aldo van Eyck.

Así, para el joven arquitecto y padre reciente, este primer encargo se convirtió, ante su jefe y ante la arquitectura de posguerra, en un acto de reivindicación de la calle y el espacio público como lugar habitacional real. Un sitio para vivir, para estar. Y aún más: un sitio para jugar. Porque van Eyck consideraba que la ciudad debía concebirse para todos sus usuarios; también los niños. Por eso, en la plazoleta de Bertelmanplein colocó su primer parque infantil.

Se trataba de apenas unos elementos: un arenero, unas barras metálicas y unos pequeños cilindros que sobresalían del pavimento para que los niños los pisaran como las piedras que cruzan un riachuelo. Y los niños las pisaron. Y jugaron. Como afirmaría el propio van Eyck diez años después, en 1957: «La ciudad ha abandonado su identidad. Se ha convertido en una espectadora en lugar de en una participante, un alma aislada entre millones de almas aisladas. Pero el niño se retira de esta paradoja, en contra de todas las probabilidades».

 

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Foto cortesía del archivo de la ciudad de Ámsterdam

La verdadera identidad de una ciudad

Las palabras del arquitecto tenían mucho que ver con su desafección hacia los postulados hiperfuncionalistas del movimiento moderno y su abrazo del humanismo arquitectónico. Como miembro fundador del Team X, van Eyck quería dejar atrás el concepto de ciudad como engranaje para vivir, que venía asociado al urbanismo de bloque en altura de Le Corbusier y apostaba por la ciudad disfrutable y disfrutada como ente vivo. Y para disfrutarla, había que redescubrirla a los ojos de sus futuros -y presentes- usuarios. Es decir, a los ojos de los niños: «Considerar la ciudad es encontrarnos con nosotros mismos. Encontrar la ciudad es redescubrir al niño. Si el niño redescubre la ciudad, la ciudad va a redescubrir al niño -nos va a redescubrir a nosotros-», diría en una conferencia en 1962.

Curiosamente, aunque en 1962 ya no trabajaba en la oficina de obras públicas de Ámsterdam y hacía diez años que encabezaba su propio estudio de arquitectura, van Eyck seguía diseñando parques infantiles. Desde el de Bertelmanplein en el 47 hasta el de Alexanderstraat en 1978,  proyectó y planificó más de 700 pequeños playgrounds en la capital holandesa. Cada barrio, casi cada manzana, quería su parque y la ciudad se lo regaló. Barras de acero, areneros, pivotes, arcos. Los niños activaban la imaginación jugando en los intersticios de la urbe. Porque los parques se instalaron, precisamente, en esos vacíos que dejaba el bloque construido, dotándoles así de significado arquitectónico y social.

Solares abandonados, áreas sin construir, ensanchamientos de aceras que le robaban espacio al coche e incluso terrenos antes ocupados por edificios demolidos se convertían, dentro del trazado urbano, en los nodos de un ecosistema geográfico pensado para jugar con él. En 30 años de investigación e implantación, Aldo van Eyck creó una ciudad nueva perfectamente yuxtapuesta a la ciudad preexistente. Un cosmos infantil nacido en los huecos de Ámsterdam para que lo disfrutaran los niños pero que, en realidad, acabaríamos disfrutando todos en todas las ciudades de Occidente.

IMAGEN PRINCIPAL: Foto cortesía del archivo de la ciudad de Ámsterdam